sábado, abril 01, 2006

Lo que vi por mi ventana.

Esta impersonal habitación, de hotel de tres al cuarto, no tiene nada de especial.
Bueno, sí, su ventana.

Por que esta ventana es la puerta de acceso a un fascinante mundo.
Mis ojos la traspasan y veo el discurrir de la vida en esa recoleta plaza.
La plaza que se muestra ante mí, no es una plaza regular, no tiene una forma definida.
Mentalmente, me elevo como un pájaro, y dibujo su forma.
¡Ya está!, tiene forma de guitarra y, el agujero central es la entrada al aparcamiento que hay justo debajo, horadándola completamente. Si los coches me dieran un concierto con sus cláxones, el sonido saldría por esa boca de entrada.

Justo encima, la cosa cambia.
Hay dos calles estrechas por donde los coches pugnan por pasar, y un pequeño parque con muchas flores y árboles.
Y bancos.
Y sobre los bancos, la vida.

La gente atraviesa la plaza de maneras diversas. Unos apresurados, seguro que pensando que no llegaran a la cita, y otros más pausados, contemplando el devenir de los acontecimientos o, quizá, porque no hay nadie que los espere.

Me fijo, especialmente, en un personaje de andar pausado.
Es hombre, de unos…., no sé, no soy bueno calculando edades pero seguro que es mayor, quizá jubilado, seguro anciano.
Viste un pantalón gris y una rebeca de esas de punto, gris también.
La frente despejada y, por toda cabellera, unos ralos cabellos plateados a ambos lados.
Lleva lentes y se apoya en un bastón para caminar.
El hombre gris se detiene, como si le faltara el aliento, mira de soslayo a una joven que pasa junto a él, y sigue caminando, sin rumbo, cansino.
Por que nuestro hombre gris es consciente de lo mucho que ha vivido, de lo poco que le queda por vivir, y de la angustia de no tener quien le espere.
Piensa en tiempos pasados, en otras épocas (porque el recuerdo le hace sentirse vivo), y rememora el día que, por primera vez, llegó a Salamanca.

Fue en el invierno de 1946, lo recuerda bien pues Salamanca lo recibió cubierta de nieve, y la impresión que le causó la plaza Mayor, no la olvidará nunca.
Fue lo primero que hizo al apearse del autobús.
Después, se acercó a uno de esos señoriales cafés a darle sosiego a su agitado cuerpo, tan necesario después de su largo viaje.
Y allí estaba ella.

Mucho más tarde sabría que se llamaba Lucía, y todo sucedió porque, al apoyar su paraguas, resbaló cayendo a los pies de ella.
Fue su primer contacto visual con la que sería su musa.
Nuestro hombre gris, había ganado una plaza de profesor adjunto en la Facultad de Historia y, Salamanca, tan lejos de su pueblo natal, le pareció una buena oportunidad para escapar de sus estrictos tíos, que fueron quienes lo acogieron cuando sus padres murieron en la guerra fratricida.
Se mostraba feliz y cansado a la vez, pero tuvo ojos para ella.
Nada le dijo, nada se dijeron pero, al mirarla, una corriente de deseo atravesó su espalda.

Comenzó a frecuentar ese café y, la tarde que no la veía, volvía a la pensión malhumorado pero con la esperanza de volverla a ver al día siguiente.

Él iba todos los días.
Desde su mesa preferida, esperaba verla aparecer, y su corazón se agitaba cuando la veía entrar en ese café, que él llamaba su “rincón de la esperanza”.

Cada tarde se decía: “de hoy no pasa, hoy la invitaré a merendar”, pero ese día no llegaba. Le faltaba valor.
Y veía el transcurrir de las estaciones en el vestuario de Lucía.

Cuando la conoció, llevaba una gabardina de color berenjena que hacía que sus ojos verdes destacaran como esmeraldas verdaderas.
Al llegar la primavera, soñaba con ser el foulard de florecitas que se anudaba a su cuello. Y lo envidiaba porque rozaba su, imaginaba él, suave y blanca piel.
Cuando veía una de las puntas colarse por su escote, no podía disimular la excitación, y cubría su cara para ocultar su azoramiento.
En verano, daba gracias de tener que volver a su pueblo porque, una vez, su falda se abrió descubriendo unos muslos rotundos. No pudo contenerse y acabó apoyado en la puerta del retrete con los pantalones manchados incapaz de controlar el orgasmo repentino que, esa imagen, le había provocado.

Y así fueron pasando los días, las estaciones, los años…. y nuestro hombre gris quemaba su vida en la mesa de ese café señorial.

Una tarde, y habían pasado ya muchos años, le preguntó a Tomás (que siempre fue el camarero que lo atendió), por el nombre de aquella mujer.
“Se llamaba Lucía, y hace mucho que no viene porque se mudó a Barcelona”.

No se había dado cuenta, pero el tiempo había pasado y él nunca le dijo nada.
Sin embargo, cada tarde, acudía al café señorial con la esperanza de volverla a ver.

Quizá, ahora, venga de allí.

1 Comments:

Blogger Simplemente Olimpia. said...

Rotundo. Presuponer es siempre más fácil. El esfuerzo y la valentía está en saber, en conocer y en hacer.
Una paleta bien perfilada, pero de tonos uniformes,recortas el principio,escueto...inconexo...para luego ampliar sin desafío. agitado?
Desfondado?, ánimo!!!

1:34 p. m.  

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